miércoles, 2 de febrero de 2011

El cartero no llama dos veces

Ni siquiera una. El cartero ya no llama porque no hay motivos para llamar. ¿O sí? Adulterios aparte, los carteros han perdido la razón de ser. De todos es conocido que nadie se dedica a escribir epístolas a los demás. ¿Para qué? Voltaire y sus cien mil misivas nos quedan lejos. 

No es que tengamos poco que decirnos los seres humanos. No es que apenas sepamos redactar sin faltas de ortografía. No es que hayamos sustituido la palabra escrita por la voz. No. Es que nos da miedo pensar. Y, en concreto, nos aterroriza transcribir los pensamientos a una hoja en blanco.

Los demás no existen como entes receptoras de nuestras ideas, halagos, pequeñas mezquindades. Ni siquiera ahora se escribe uno a sí mismo, como antaño, en tediosos diarios que servían para desahogarse y para dejar una huella perenne llena de medias verdades a los descendientes.

Bueno, excepto los blogeros, los twitteros y los faceros esa nueva raza de anormales que se dedican a aburrir a los demás. 
Así que los carteros vagan por nuestras ciudades con el hatillo vacío. Son sólo simuladores de envíos, timadores que pretenden engañar a la sociedad con una labor dignificada por el paso de los siglos. Pero eso se acabó. Hoy en día todo el mundo se dedica a hablar por teléfono y con emilios, copia de copia, que mandan de un servidor a otro confiando en la respuesta inmediata. 
De todas formas, algo les salva. Aunque los ciudadanos les han abandonado a su suerte, aunque la banca prefiere tener su propia flota de repartidores, todavía les queda una tabla de salvación: los envíos comerciales. 
Por ejemplo, yo recibo al cabo del año veinte o treinta sobres con premios de todo tipo. Ya sabía que era un hombre afortunado, con una familia estupenda; pero me he dado cuenta de que, encima, son un hombre con suerte. Yo que apenas he sabido jugar a la gallinita ciega, al monopoly, o al mus, observo que soy una persona que se defiende bien en el azar. 

Para ahora podría tener en mi poder varias casas en la costa mediterránea, múltiples aparatos de televisión de pantalla plana, algún que otro equipo HIFI e, incluso, una cantidad suficiente de dinero para mis caprichos. 
¿Qué ha pasado para que eso ocurra? Pues que los carteros, los muy farsantes, han inventado un sistema para seguir justificando su sueldo. Ellos son los que escriben las cartas con premios, los que las redactan con sumo cuidado para que todos los ciudadanos de este país se sientan afortunados varias veces al año y esperen la hora del correo con la sana esperanza de salir de la pobreza. De esta manera nadie se da cuenta de que el buzón hace eco. 
Dingdong, ding-dong. Abro la puerta. Es el cartero amarillo con un sobre blanco. ¿Otro premio? Se me olvidaba mencionar que todavía quedan envíos certificados. ¿Se imaginan de quién? Hacienda llama. Bueno, voy a dejar de escribir un rato. Voy a rezar otro.

2 comentarios:

  1. jejeje.
    Parece este texto parte de La subasta del lote 49, de Pynchon.
    Muy divertido.
    Un saludo.

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  2. Gracias. Todo un honor! (y una exageración). Saludos

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