Vivimos la época de las asesorías. Eso significa que todo el mundo tiene en su proximidad a un consultor que le aconseja sobre diferentes aspectos de su vida, con espíritu crítico, sin piedad, como si le perdonase la existencia.
El asesor fiscal le recuerda que tiene que pagar sus impuestos; el consultor de recursos humanos le previene ante nuevas contrataciones de gente; el ingeniero de producción le advierte de los cuellos de botella de su fábrica; el asesor tecnológico le confirma sus carencias en innovación y desarrollo; el consultor de imagen le aterroriza con el azuzamiento de los medios de comunicación.
Este cúmulo de asesores famélicos, consultores prepotentes, especialistas del cuento, ambiciosos profesores de universidad, jubilados reconvertidos, se ha erigido en una casta aparte y está obligando a los directivos a vivir con el miedo en el cuerpo. Cualquier cosa que diga el asesor va a misa o, lo que es lo mismo, puede ponerles en ridículo delante de sus jefes o de sus subalternos.
Menos mal que algunos –los menos– han cogido la medida a los consultores y los utilizan como pim-pam-pum para sus propios intereses. Es entonces cuando los sufridos directivos de empresa sienten que la venganza es dulce.
El juego es simple: se negocia con consultores como quien negocia con cromos. "Te ofrezco la cabeza de este consultor a cambio de que cedas en este determinado tema". O, "me olvido de este informe a cambio de que te olvides de aquel otro". El consultor, en estos casos, se convierte en mera mercancía al servicio de intereses mucho más básicos.
Además, por las malas, los consultores son fáciles de convencer. Es una cuestión de dinero. Cuanto más se les paga, más se doblan a las sugerencias del cliente. Esto es debido a que, en última instancia, nadie muerde la mano que le da de comer y, sobre todo, si le da muy bien de comer, excepto si está loco –se dan algunos casos– o tiene otro aliado dentro de la empresa.
En el fondo, todo esto me recuerda un poco a los famosos premiados por las editoriales que son personajes importantes hasta que dejan de serlo, es decir, hasta que los echan de una patada de sus sellos editoriales y vuelven a la realidad de la vida misma. Pasan de la gloria –dinero, entrevistas, fans, respeto– a la miseria –críticas, burlas, olvido– en una décima de segundo.
El asesor fiscal le recuerda que tiene que pagar sus impuestos; el consultor de recursos humanos le previene ante nuevas contrataciones de gente; el ingeniero de producción le advierte de los cuellos de botella de su fábrica; el asesor tecnológico le confirma sus carencias en innovación y desarrollo; el consultor de imagen le aterroriza con el azuzamiento de los medios de comunicación.
Este cúmulo de asesores famélicos, consultores prepotentes, especialistas del cuento, ambiciosos profesores de universidad, jubilados reconvertidos, se ha erigido en una casta aparte y está obligando a los directivos a vivir con el miedo en el cuerpo. Cualquier cosa que diga el asesor va a misa o, lo que es lo mismo, puede ponerles en ridículo delante de sus jefes o de sus subalternos.
Menos mal que algunos –los menos– han cogido la medida a los consultores y los utilizan como pim-pam-pum para sus propios intereses. Es entonces cuando los sufridos directivos de empresa sienten que la venganza es dulce.
El juego es simple: se negocia con consultores como quien negocia con cromos. "Te ofrezco la cabeza de este consultor a cambio de que cedas en este determinado tema". O, "me olvido de este informe a cambio de que te olvides de aquel otro". El consultor, en estos casos, se convierte en mera mercancía al servicio de intereses mucho más básicos.
Además, por las malas, los consultores son fáciles de convencer. Es una cuestión de dinero. Cuanto más se les paga, más se doblan a las sugerencias del cliente. Esto es debido a que, en última instancia, nadie muerde la mano que le da de comer y, sobre todo, si le da muy bien de comer, excepto si está loco –se dan algunos casos– o tiene otro aliado dentro de la empresa.
En el fondo, todo esto me recuerda un poco a los famosos premiados por las editoriales que son personajes importantes hasta que dejan de serlo, es decir, hasta que los echan de una patada de sus sellos editoriales y vuelven a la realidad de la vida misma. Pasan de la gloria –dinero, entrevistas, fans, respeto– a la miseria –críticas, burlas, olvido– en una décima de segundo.
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