El de escritor es uno de los oficios que está planteado en términos de
mayor liberalismo económico. Se supone que el escritor debe vivir de las
ventas de sus libros. Lo cierto es que tan sólo un ridículo número de
escritores vive de las ventas de sus libros, y que la inmensa mayoría se
ve abocado a tomar un trabajo y realizar las labores de su oficio (leer
y escribir) en horas robadas a su tiempo de descanso.
Con suerte, con el tiempo, algunos consiguen “vivir de la literatura”, es decir, de pequeñas ofertas de trabajo alrededor de la publicación de sus libros: artículos en prensa, conferencias, talleres literarios, algún recital o lectura remunerados, etc.
He conocido a estupendos escritores que han tomado empleos como el de operador de telefonía o cuidador de ancianos en la necesidad de conseguir algún dinero para su subsistencia. Los escritores se ven obligados a desempeñarse en los trabajos más variados; son profesores, periodistas, programadores culturales, trabajan en el mundo editorial; pero también hay casos de porteros de finca, celadores de hospital, guías turísticos, y, además de el largo etcétera que debería seguir, gentes que más o menos subsisten como pueden para poder disponer del tiempo suficiente y escribir.
En la otra mano, el escritor o escritora tiene la opción de ingresar en el mundo de las publicaciones periódicas, “trabajar escribiendo” para (en los ratos libres) escribir sus libros. Y esto parecería el paradigma de la independencia y el éxito social y profesional. Escribir en la prensa, salir en la televisión… Todo ello alza considerablemente las posibilidades de vender algún que otro libro más, y, en cualquier caso, por esta vía el escritor o escritora obtiene una gran consideración, en calidad de escritor (aunque lo que esté haciendo sea otra cosa). Sin embargo, con toda probabilidad deberá manifestarse en defensa de las ideas de un partido político y en contra de las de otro. Y si bien muchos escritores aceptan esto (escribir y manifestarse al servicio de) como un mal menor, lo cierto es que, incluso cuando defiendan a un partido con cuyas ideas estén absolutamente de acuerdo, y se opongan a las de otro cuyas ideas no compartan en absoluto, no dejan de convertirse en una suerte de mercenarios (de columna en columna y de plató en plató), además de postergar a un segundo término su trabajo como verdaderos artistas.
Entrar en el juego político está muy bien pagado (en sueldos contantes y sonantes y, también, con distinciones “literarias”: no hay más que ver quiénes obtienen qué premios, y con qué libros), pero es muy probable que a muchos escritores ni se les pase por la cabeza, sea porque no quieran o porque no sean capaces o porque se trate de un mundo vedado para el tipo de escritores que son.
La otra opción posible, que en esta sociedad (y en otras anteriores) han asumido algunos escritores, es la de encerrarse con su trabajo caiga quien caiga, aun corriendo el riesgo de incurrir en la exclusión social. En ese caso, el escritor o escritora difícilmente podrá tener familia, y, si la tiene, tanto lo pagará él o ella como su pareja y sus hijos, que tendrán que aceptar la situación de dependencia del escritor o escritora respecto del “cabeza” de familia.
Se trata, sin duda, de un problema social, aunque acaso muchos escritores no se vean o no quieran verse a sí mismos como afectados. Muy al contrario, asumen las dificultades y tiran adelante como pueden. En algunos casos, sin manifestar su descontento, o con un profundo sentimiento de culpa por no ser capaces de vivir de lo que escriben (achacándoselo muchas veces a su propia impericia a la hora de hacer aquellas cosas que sí están bien recompensadas económicamente, o a su falta de talento para escribir una obra que se abra paso en el mundo entero, que se difunda masivamente, alcanzando a lectores de todas partes); si no confundidos, sin saber muy bien a quién o qué achacar su situación.
Los aspectos épicos de las vidas cotidianas de los autores los dignifican tanto ante nuestros ojos... Y no deja de ser sintomático. En una sociedad realmente moderna, en la que aspiramos a que todas las personas tengan una vida lo más digna posible, tal vez debiera avergonzarnos que sean precisamente los escritores quienes pasen penurias y dificultades. Y acaso sea indigno de toda la sociedad que esté tan bien considerado que un escritor tenga que sacrificar aspectos fundamentales de su vida para escribir su obra. Me pregunto hasta qué punto esa emoción épica que extasía a la sociedad cuando conoce las miserias que un escritor hubo de soportar para sacar adelante su trabajo, no deberían de suponer una vergüenza para esa misma sociedad, pues no es más que una muestra tan sangrante de su fracaso.
Resulta desconcertante observar cómo las personas se afanan en consumir todo tipo de productos lujosos, de necesidad más o menos cuestionable según qué casos, y cómo la sociedad premia con su más alta consideración esa “capacidad de consumir”, mientras que los escritores quedan relegados a una posición tan lejos del supuesto glamur del consumo. Habremos de suponer que se trata de una cuestión de valores. Consumir “cosas” de utilidad tan limitada en el tiempo ha pasado al primer plano de la vida social, mientras que los generadores de una belleza indeleble, ahora, se nos antojan seres improductivos.
Y desde luego no resulta sencillo comprender cómo es posible que los escritores estén contentos (y si no lo están, al menos no lo manifiestan) con el lugar que les asigna la sociedad en sus presupuestos, teniendo que pasar por todo lo expuesto para sacar adelante la escritura de sus libros, y recibiendo como único pago (no la concesión) la posibilidad de concesión de algún premio, cuando no la posibilidad de que algún día se les reconozca por ello, con suerte antes de fallecer.
Porque lo cierto es que, en el momento que cualquier persona se dice escritor o escritora y aparece ante la sociedad con un libro, la sociedad empieza a exigirle: imaginación, lucidez, inventiva, un pensamiento que la estimule, el necesario cuestionamiento de lo establecido, emociones, belleza, una actitud irreprochable ante multitud de aspectos de la vida; el desarrollo de una gran capacidad intelectual; que el escritor sepa, que conozca; que lo exprese; que su condición de escritor se vea claramente refrendada con la aparición de trabajos que demuestren que lo es, etc.
(Eso sin tener en cuenta que, normalmente, lo tendrá que hacer en su tiempo libre)
***
Resulta paradigmático: los escritores más desprotegidos son aquellos que están dispuestos a sacrificarlo todo por escribir.
Hace unos años escuché a la viuda de Manuel Padorno decir a mi lado, como en un suspiro que se deja caer al suelo, ni siquiera dirigido a mí: “Todo eso lo hicimos con tanto esfuerzo…”
Por “todo eso” se refería a la obra de Manuel Padorno. Nunca me pareció más acertada, rabiosamente justa, la utilización del plural.
Pero siendo esta la situación, a quién correspondería aportar soluciones, propiciar un cambio: ¿al mercado, la industria del libro? ¿Al Estado, las instituciones? ¿A ambas? (¿Financiación pública?, ¿privada?, ¿las dos?) Se trataría, al fin y al cabo, de conseguir ampliar el número de escritores que puedan vivir realizando las labores de su oficio, leer y escribir. Ahora, sólo lo consiguen los que venden mucho, y no siempre son los mejores. De hecho, la dictadura del mercado está propiciando, claramente, una banalización de la cultura, colocando en el lugar más visible, no a los de mayor calidad, sino a los más comerciales, que muchas veces son los que ofrecen un mayor espectáculo (en el caso del cine y el arte contemporáneo es muy evidente, pero no deja de ser igual en la literatura).
Dinero público: resulta imposible no constatar, llegado este punto, que el ujier de cualquier empresa participada por capital público; el ejecutivo, el maquillador o la presentadora de una televisión autonómica; el ganadero y el agricultor; muchas empresas de medios de comunicación; tantas editoriales, productoras, constructoras, empresas que realizan obras públicas; quienes trabajan en la mayoría de las ONGs; quienes se plantean ahora dedicarse a fabricar energía con molinos de viento, reciben dinero público para desarrollar su trabajo, muchas veces sin plantearse si quiera si su sueldo proviene del erario público, de una empresa privada, o de una empresa privada que además recibe dinero público; y sin embargo todos cuestionamos en mayor o menor medida que quienes escriben obras literarias deban recibir el mismo trato.
Habría que buscar la verdadera razón, en cada caso, de que el ejecutivo de televisión más o menos pública, el profesor (de pública o concertada), el ganadero, el agricultor, el músico, el cineasta, etc., sí sean considerados a la hora de una aportación pública en la que les puede ir la vida; mientras que el escritor, no. Acaso algunos piensen que con la financiación por parte de diputaciones, ayuntamientos y cabildos y gobiernos autonómicos de numerosos premios literarios, queda resuelta la subsistencia de los escritores, o quizás esta aportación es tan publicitada –por interés más de los políticos que de los propios escritores—, que pareciera que ya está todo hecho, que las instituciones han cumplido, que han hecho lo suficiente.
Tal vez la sociedad considera indispensable la existencia de una televisión pública autonómica, por ejemplo, y no considera indispensable la creación literaria. O acaso considera que la financiación pública es “indispensable” para la existencia de una televisión autonómica, y la cree “innecesaria” para la aparición y existencia de buenas obras literarias. La subsistencia del ejecutivo de televisión es objeto de financiación pública, ¿acaso porque su participación se ha hecho indispensable para la existencia de una televisión pública?; la subsistencia de los escritores no nos resulta indispensable en absoluto –ni siquiera le resulta indispensable a los que necesitan libros para poder comerciar con ellos, toda una industria.
También es verdad que son muchos los que piensan que escribir, mire desde donde se mire, no es trabajar. El escritor, dramaturgo y guionista norteamericano David Mamet comenta que durante un tiempo hubo de escribir en cafeterías, porque si se quedaba en casa siempre había alguien dispuesto a pedirle “que arreglase la alcachofa de la ducha”. Y eso que, en su caso, la escritura si ha rendido algunos beneficios económicos.
Acaso son muchos los que consideran que “siempre habrá” algún que otro escritor que, a lo largo de toda una vida de desvelos, consiga un hueco en su cotidianidad para regalarnos (nunca mejor dicho lo de regalar) una de esas fuentes de belleza y conocimiento indispensables para que comprendamos nuestro tiempo y a nosotros mismos. Y además, “¡si siempre ha sido así, los escritores nunca lo han tenido fácil y a pesar de todo ahí están todos esos clásicos maravillosos!”.
Colijo, pues, que tal vez la situación “laboral” de los escritores en la actualidad se deba a que siguen ostentando los mismos (paupérrimos) derechos que antaño, y acaso se hayan quedado ahí mientras que la sociedad en su conjunto ha avanzado y muchos de sus componentes han adquirido, desde el primer momento de su existencia, unos derechos que los escritores nunca tuvieron.
Siempre habrá alguien dispuesto a espetarle a un escritor, “¡menos lloriquear y más trabajar!”, y podemos suponer que lo de trabajar va en dos sentidos: el escritor es un gandul por querer dedicarse a escribir en vez de trabajar, que es lo que hace todo el mundo; y el escritor es un inepto, un fracasado, si protesta en vez de ponerse a escribir para ofrecernos una de esas obras fulgurantes que, con el tiempo, dignifican la existencia de los pueblos. Pero tampoco debe de ser sólo esto. Del libro viven los impresores, los editores, los distribuidores, los libreros, los diseñadores… Los autores, no. Tal vez debiéramos plantearnos de una vez la pregunta impertinente: Por qué. Y si sabemos que los autores no consiguen vivir de las ventas de sus libros, y nos importa que éstos puedan encerrarse a escribir y leer, escribir y leer, escribir y leer, que es su trabajo, por qué no tomamos las medidas necesarias para que lo puedan hacer. ¿Es imposible? ¿O se trata de una clamorosa falta de voluntad social y política, sazonada con la clásica indefensión del escritor individuo que bracea por el encrespado mar de su vida, en solitario, y a mucha honra?
Cada vez se hace más necesario el análisis de las verdaderas razones de que el dinero público vaya donde va. Normalmente se combinan el interés de la sociedad, o de una parte de esta, con los intereses de los políticos. Pero urge un análisis exhaustivo de cómo el factor “lo que le interesa financiar al político” influye en que el reparto sea menos interesante para el conjunto de la sociedad.
Es muy fácil de defender desde la política, ante la ciudadanía, que el dinero de esta se invierta en una televisión pública autonómica (como se diría en los anuncios) “nuestra”, “la de todos nosotros”. Todo esto soslayando que al político le interesa invertir el dinero de todos los ciudadanos en un medio de comunicación a través del cual –aparte de que se activen ciertos aspectos de la economía—, podrá contarle las cosas tal como a él le interesa.
Qué hace falta para poner en marcha una televisión: maquilladores, realizadores, infraestructuras, maquinaria, ejecutivos… Cuánto cuesta un ejecutivo, cuánto la maquinaria, cuánto es en total: al contribuyente le interesa, aquí está el dinero, el contribuyente lo pone.
Cuánto hace falta para que Roberto Bolaño, Karmelo C. Iribarren, Isaac de Vega, escriban sus libros. ¿Tiempo? ¿Que se puedan poner a ello? ¿Dinero para que se puedan poner a ello? Eso cuánto es, ¡tan poco! No hay.
Además, si son escritores de verdad lo harán de todos modos. ¿Que podrían hacer más?, no importa, nos conformamos con lo que nos den. De todos modos, es su problema, serán juzgados por lo que sean capaces de escribir (no nos van a venir con el cuento de que no pudieron hacer más porque tenían que dedicarse a otras cosas para su manutención y la de su familia, que no son más cultos o que no pudieron escribir obras más brillantes porque no tuvieron tiempo para leer y escribir). Y en cualquier caso, ¿por qué no escriben cosas que se vendan? Si lo que escriben no le interesa a la (suficiente) gente como para que puedan vivir de las ventas de sus libros, qué quieren. ¡Más trabajo y menos lloriqueo!
He oído comentar muchas veces que el escritor debe ser libre, independiente, dando por sentado que cualquier aportación pública que recibiese por realizar su trabajo lo convierte en todo lo contrario. ¿Hablamos de libertad, de independencia, o estamos confundiendo estas con liberalismo económico, con explotación, con indefensión e intemperie a la hora de realizar lo que “es” el trabajo de los escritores?
***
El ochenta o noventa por ciento de los actos públicos en los que participan los escritores son gratis, no sólo para el público, también para las instituciones y organismos que los fomentan, al menos en lo que respecta a la intervención de los escritores, que a saber por qué razones participan: ¿por vanidad?, ¿por generosidad?, ¿porque han sacado un libro (aunque las ventas que se pueda obtener de éste en ese acto o gracias a la organización de ese acto no reviertan, en absoluto, en la manutención del escritor; las cosas como son)?
Los pocos autores que pueden subsistir por –o gracias a— lo que escriben, son precisamente aquellos poquitos invitados constantemente a realizar actos públicos remunerados (bolos). Pero no parece que las instituciones públicas tengan la menor voluntad de potenciar esa industria, imprescindible para la subsistencia de cada vez más escritores y, por lo tanto, indispensable para que estos desarrollen su actividad intelectual y creativa. Tal vez (del mismo modo que se potencia la creación musical promoviendo la existencia de conciertos desde todo tipo de instituciones públicas) los escritores deberían de exigir que se potencie un circuito estable en el que los escritores difundan su obra y sus conocimientos… cobrando. Esto sí supondría un avance significativo en las condiciones de vida de muchos escritores. También sería un avance significativo en materia de cultura.
Otro de los frentes posibles, en nuestro deseo de una mejor vida para los escritores, es la necesidad de crear becas o ayudas a la creación. Curiosamente, sí consideramos merecedor de una ayuda económica al guionista de cine (que puede presentar proyectos de escritura a diferentes administraciones y, consecuentemente, sacar adelante la escritura de su guión cinematográfico al margen de lo que luego éste pueda valer o no en el mercado, incluso al margen de si éste llega o no a convertirse en película), pero no consideramos merecedor de un trato similar a los escritores. Acaso consideremos más “profesional” al guionista que al escritor; aunque habría que plantearse, en este caso, a qué llamamos “profesionalidad”. ¿O es que consideramos indispensable la escritura de guiones para que se realicen buenas películas y se potencie una actividad que es industrial, pero no nos resulta indispensable respaldar la escritura de buenos libros porque los escritores ya hacen el esfuerzo de todos modos y la industria editorial no parece necesitar del apoyo a los escritores para su desarrollo?
No parece que fuera tan complicado habilitar becas de escritura para que los autores que quisieran y lo necesitasen pudieran encerrarse con su trabajo; o disponer una pensión de escritura a la que pudieran acogerse todos aquellos autores que prefirieran dejar “su empleo” por un tiempo para encerrarse con “su trabajo”, leer y escribir.
Sin duda habría muchos escritores que, al menos en algún momento de sus vidas, preferirían ganar menos y poder dedicarse a lo que seguro entienden como su verdadera razón de ser; pero es que hay otros tantos que se acogerían a esa pensión de autor –por ridícula que fuera— toda su vida, pues para muchos escritores resulta más satisfactorio sobrevivir escribiendo que obtener un buen sueldo relegando la escritura a un segundo plano. Más de un “escritor de verdad” se acogería, si pudiese, a la pensión que pudiera recibir un discapacitado, o una persona con un problema mental (¡sí, estoy loco de escritura, no puedo tomar un empleo!), para poder dedicarse a escribir.
Claro que enseguida habrá quien objete que sería muy difícil juzgar quiénes deberían ser los “autores verdaderos” merecedores de una beca de escritura o pensión de autor. Acaso no se tenga en cuenta que el Estado realiza todos los días complejas evaluaciones a personas que deberán dedicarse a esto o lo otro –incluso algunos con oficios muy similares al de los escritores—, o que serán merecedoras de todo tipo de prestaciones según su formación, su economía personal y situación familiar, y que las bases por las que todo ello se regula son actualizadas por la administración año a año, etc.
También habrá quien argumente –ante la solicitud de atención económica pública para quienes producen buenas obras literarias— que los escritores deben ser seres libres, independientes de cualquier dinero público (otra vez este argumento). A ninguno de los que así piensa se le ocurrirá, sin embargo, colegir que cualquier cineasta –que recibe dinero público de TVE, ICAA (Ministerio de Cultura), y un larguísimo etcétera de instituciones autonómicas, nacionales, europeas e iberoamericanas, para la realización de sus películas—, sea un autor dependiente, no libre, y su obra se encuentre plegada a los designios e intereses del poder establecido.
Y sin embargo, por alguna razón, pensamos que los libros de los escritores serían distintos (dependientes) si fuera el estado quien les dotara, por medio de cualquier plan, de lo necesario para ponerse a escribir.
Este argumento de la necesaria independencia del escritor tiene su miga. No nos parece adepto al poder, o domesticado, el autor que recibe el Premio Cervantes o el Nacional de Narrativa, aunque se trate de dinero público, al fin y al cabo. Tampoco nos parecen adeptos al poder, dependientes, los escritores que continuamente, por su obra y su buen saber hacer, son reclamados para impartir conferencias y todo tipo de eventos remunerados, casi siempre, con dinero público. Pero en cuanto sale el tema de la financiación pública para la creación literaria irrumpe el concepto de escritor puro, independiente y auto manifiestamente libre que se apresura a declarar “aparta de mí este cáliz”.
Tal vez debiéramos preguntarnos de qué libertad, de qué independencia estamos hablando. ¿Una libertad y una independencia en la que los escritores no pueden hacer su trabajo (mientras el amigo locutor de radio, el agricultor, el músico y el director de cine, sí)?
De qué independencia hablaríamos. ¿Una en la que los escritores tienen que trabajar en otra cosa y escribir por la noche, en los fines de semana, los días de fiesta, en vacaciones? ¿O una en la que el escritor, si se pone a ello caiga quien caiga, quien cae primero es él mismo, y, si acaso su obra merece la pena, cuando la sociedad se dé cuenta del sacrificio que ha hecho ya lo cubrirá de honores, aunque sea después de muerto)?
De qué dignidad tan gallarda hablan quienes dicen que lo mejor es ser libres, independientes, no depender de la limosna del político (esa “limosna” que llueve como agua de mayo sobre quienes se han apuntado a fabricar energía con molinos de viento, los ganaderos y las mismísimas entidades financieras). ¿O acaso hablamos de una libertad que considera el sumun del éxito profesional escribir en periódicos y revistas artículos al servicio de un partido político o de otro (cuántas veces el interés de los políticos de por medio).
Como ya hemos apuntado, se da la absurda paradoja de que del libro viven todos: impresores, libreros, editores, distribuidores, traductores… Menos los autores. Qué clase de dignidad torera nos asiste cuando esgrimimos nuestra supuesta libertad e independencia para escribir lo que queramos, si aceptamos tácitamente este injusto “tanto vendes tanto vales”, que hace que editores, distribuidores y libreros traten con cierta condescendencia a la inmensa mayoría de los autores, pues cómo sino como pobres diablos pueden ver a quienes contribuyen con tanto esfuerzo y sacrificio personal e intelectual al negocio que ellos hacen; y a cambio, tan sólo, de dígame usted esa vanidad del escritor.
Los escritores mismos reprimimos cualquier manifestación de victimismo. Pero cómo no van a producirse manifestaciones de victimismo entre nosotros si con nuestra ausencia de “activismo” lo único que conseguimos es que la sociedad toda mantenga ante nosotros una actitud culpable por el trato que nos dispensa.
¿Y de verdad cree alguno que alguien se va a poner a leerle en serio sin que esa culpabilidad (provocada por la falta de consideración social) desaparezca, por muchas campañas de fomento de la lectura que los gobiernos realicen?
Hace unos días, a un buen amigo escritor (a uno de esos que se toman su trabajo en serio), le hicieron una pregunta: “Y tú qué haces, a qué te dedicas”. “Yo no hago nada, soy escritor: estoy en mi casa”, respondió. Su respuesta no me sorprendió en absoluto. Esa es siempre una pregunta incómoda. Muchos escritores no pueden menos que decir de sí mismos lo que todos parecen pensar de ellos, para qué gastar energías con explicaciones...
[El artículo continúa]*
* Artículo de Nicolás Melini
Con suerte, con el tiempo, algunos consiguen “vivir de la literatura”, es decir, de pequeñas ofertas de trabajo alrededor de la publicación de sus libros: artículos en prensa, conferencias, talleres literarios, algún recital o lectura remunerados, etc.
He conocido a estupendos escritores que han tomado empleos como el de operador de telefonía o cuidador de ancianos en la necesidad de conseguir algún dinero para su subsistencia. Los escritores se ven obligados a desempeñarse en los trabajos más variados; son profesores, periodistas, programadores culturales, trabajan en el mundo editorial; pero también hay casos de porteros de finca, celadores de hospital, guías turísticos, y, además de el largo etcétera que debería seguir, gentes que más o menos subsisten como pueden para poder disponer del tiempo suficiente y escribir.
En la otra mano, el escritor o escritora tiene la opción de ingresar en el mundo de las publicaciones periódicas, “trabajar escribiendo” para (en los ratos libres) escribir sus libros. Y esto parecería el paradigma de la independencia y el éxito social y profesional. Escribir en la prensa, salir en la televisión… Todo ello alza considerablemente las posibilidades de vender algún que otro libro más, y, en cualquier caso, por esta vía el escritor o escritora obtiene una gran consideración, en calidad de escritor (aunque lo que esté haciendo sea otra cosa). Sin embargo, con toda probabilidad deberá manifestarse en defensa de las ideas de un partido político y en contra de las de otro. Y si bien muchos escritores aceptan esto (escribir y manifestarse al servicio de) como un mal menor, lo cierto es que, incluso cuando defiendan a un partido con cuyas ideas estén absolutamente de acuerdo, y se opongan a las de otro cuyas ideas no compartan en absoluto, no dejan de convertirse en una suerte de mercenarios (de columna en columna y de plató en plató), además de postergar a un segundo término su trabajo como verdaderos artistas.
Entrar en el juego político está muy bien pagado (en sueldos contantes y sonantes y, también, con distinciones “literarias”: no hay más que ver quiénes obtienen qué premios, y con qué libros), pero es muy probable que a muchos escritores ni se les pase por la cabeza, sea porque no quieran o porque no sean capaces o porque se trate de un mundo vedado para el tipo de escritores que son.
La otra opción posible, que en esta sociedad (y en otras anteriores) han asumido algunos escritores, es la de encerrarse con su trabajo caiga quien caiga, aun corriendo el riesgo de incurrir en la exclusión social. En ese caso, el escritor o escritora difícilmente podrá tener familia, y, si la tiene, tanto lo pagará él o ella como su pareja y sus hijos, que tendrán que aceptar la situación de dependencia del escritor o escritora respecto del “cabeza” de familia.
Se trata, sin duda, de un problema social, aunque acaso muchos escritores no se vean o no quieran verse a sí mismos como afectados. Muy al contrario, asumen las dificultades y tiran adelante como pueden. En algunos casos, sin manifestar su descontento, o con un profundo sentimiento de culpa por no ser capaces de vivir de lo que escriben (achacándoselo muchas veces a su propia impericia a la hora de hacer aquellas cosas que sí están bien recompensadas económicamente, o a su falta de talento para escribir una obra que se abra paso en el mundo entero, que se difunda masivamente, alcanzando a lectores de todas partes); si no confundidos, sin saber muy bien a quién o qué achacar su situación.
Los aspectos épicos de las vidas cotidianas de los autores los dignifican tanto ante nuestros ojos... Y no deja de ser sintomático. En una sociedad realmente moderna, en la que aspiramos a que todas las personas tengan una vida lo más digna posible, tal vez debiera avergonzarnos que sean precisamente los escritores quienes pasen penurias y dificultades. Y acaso sea indigno de toda la sociedad que esté tan bien considerado que un escritor tenga que sacrificar aspectos fundamentales de su vida para escribir su obra. Me pregunto hasta qué punto esa emoción épica que extasía a la sociedad cuando conoce las miserias que un escritor hubo de soportar para sacar adelante su trabajo, no deberían de suponer una vergüenza para esa misma sociedad, pues no es más que una muestra tan sangrante de su fracaso.
Resulta desconcertante observar cómo las personas se afanan en consumir todo tipo de productos lujosos, de necesidad más o menos cuestionable según qué casos, y cómo la sociedad premia con su más alta consideración esa “capacidad de consumir”, mientras que los escritores quedan relegados a una posición tan lejos del supuesto glamur del consumo. Habremos de suponer que se trata de una cuestión de valores. Consumir “cosas” de utilidad tan limitada en el tiempo ha pasado al primer plano de la vida social, mientras que los generadores de una belleza indeleble, ahora, se nos antojan seres improductivos.
Y desde luego no resulta sencillo comprender cómo es posible que los escritores estén contentos (y si no lo están, al menos no lo manifiestan) con el lugar que les asigna la sociedad en sus presupuestos, teniendo que pasar por todo lo expuesto para sacar adelante la escritura de sus libros, y recibiendo como único pago (no la concesión) la posibilidad de concesión de algún premio, cuando no la posibilidad de que algún día se les reconozca por ello, con suerte antes de fallecer.
Porque lo cierto es que, en el momento que cualquier persona se dice escritor o escritora y aparece ante la sociedad con un libro, la sociedad empieza a exigirle: imaginación, lucidez, inventiva, un pensamiento que la estimule, el necesario cuestionamiento de lo establecido, emociones, belleza, una actitud irreprochable ante multitud de aspectos de la vida; el desarrollo de una gran capacidad intelectual; que el escritor sepa, que conozca; que lo exprese; que su condición de escritor se vea claramente refrendada con la aparición de trabajos que demuestren que lo es, etc.
(Eso sin tener en cuenta que, normalmente, lo tendrá que hacer en su tiempo libre)
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Resulta paradigmático: los escritores más desprotegidos son aquellos que están dispuestos a sacrificarlo todo por escribir.
Hace unos años escuché a la viuda de Manuel Padorno decir a mi lado, como en un suspiro que se deja caer al suelo, ni siquiera dirigido a mí: “Todo eso lo hicimos con tanto esfuerzo…”
Por “todo eso” se refería a la obra de Manuel Padorno. Nunca me pareció más acertada, rabiosamente justa, la utilización del plural.
Pero siendo esta la situación, a quién correspondería aportar soluciones, propiciar un cambio: ¿al mercado, la industria del libro? ¿Al Estado, las instituciones? ¿A ambas? (¿Financiación pública?, ¿privada?, ¿las dos?) Se trataría, al fin y al cabo, de conseguir ampliar el número de escritores que puedan vivir realizando las labores de su oficio, leer y escribir. Ahora, sólo lo consiguen los que venden mucho, y no siempre son los mejores. De hecho, la dictadura del mercado está propiciando, claramente, una banalización de la cultura, colocando en el lugar más visible, no a los de mayor calidad, sino a los más comerciales, que muchas veces son los que ofrecen un mayor espectáculo (en el caso del cine y el arte contemporáneo es muy evidente, pero no deja de ser igual en la literatura).
Dinero público: resulta imposible no constatar, llegado este punto, que el ujier de cualquier empresa participada por capital público; el ejecutivo, el maquillador o la presentadora de una televisión autonómica; el ganadero y el agricultor; muchas empresas de medios de comunicación; tantas editoriales, productoras, constructoras, empresas que realizan obras públicas; quienes trabajan en la mayoría de las ONGs; quienes se plantean ahora dedicarse a fabricar energía con molinos de viento, reciben dinero público para desarrollar su trabajo, muchas veces sin plantearse si quiera si su sueldo proviene del erario público, de una empresa privada, o de una empresa privada que además recibe dinero público; y sin embargo todos cuestionamos en mayor o menor medida que quienes escriben obras literarias deban recibir el mismo trato.
Habría que buscar la verdadera razón, en cada caso, de que el ejecutivo de televisión más o menos pública, el profesor (de pública o concertada), el ganadero, el agricultor, el músico, el cineasta, etc., sí sean considerados a la hora de una aportación pública en la que les puede ir la vida; mientras que el escritor, no. Acaso algunos piensen que con la financiación por parte de diputaciones, ayuntamientos y cabildos y gobiernos autonómicos de numerosos premios literarios, queda resuelta la subsistencia de los escritores, o quizás esta aportación es tan publicitada –por interés más de los políticos que de los propios escritores—, que pareciera que ya está todo hecho, que las instituciones han cumplido, que han hecho lo suficiente.
Tal vez la sociedad considera indispensable la existencia de una televisión pública autonómica, por ejemplo, y no considera indispensable la creación literaria. O acaso considera que la financiación pública es “indispensable” para la existencia de una televisión autonómica, y la cree “innecesaria” para la aparición y existencia de buenas obras literarias. La subsistencia del ejecutivo de televisión es objeto de financiación pública, ¿acaso porque su participación se ha hecho indispensable para la existencia de una televisión pública?; la subsistencia de los escritores no nos resulta indispensable en absoluto –ni siquiera le resulta indispensable a los que necesitan libros para poder comerciar con ellos, toda una industria.
También es verdad que son muchos los que piensan que escribir, mire desde donde se mire, no es trabajar. El escritor, dramaturgo y guionista norteamericano David Mamet comenta que durante un tiempo hubo de escribir en cafeterías, porque si se quedaba en casa siempre había alguien dispuesto a pedirle “que arreglase la alcachofa de la ducha”. Y eso que, en su caso, la escritura si ha rendido algunos beneficios económicos.
Acaso son muchos los que consideran que “siempre habrá” algún que otro escritor que, a lo largo de toda una vida de desvelos, consiga un hueco en su cotidianidad para regalarnos (nunca mejor dicho lo de regalar) una de esas fuentes de belleza y conocimiento indispensables para que comprendamos nuestro tiempo y a nosotros mismos. Y además, “¡si siempre ha sido así, los escritores nunca lo han tenido fácil y a pesar de todo ahí están todos esos clásicos maravillosos!”.
Colijo, pues, que tal vez la situación “laboral” de los escritores en la actualidad se deba a que siguen ostentando los mismos (paupérrimos) derechos que antaño, y acaso se hayan quedado ahí mientras que la sociedad en su conjunto ha avanzado y muchos de sus componentes han adquirido, desde el primer momento de su existencia, unos derechos que los escritores nunca tuvieron.
Siempre habrá alguien dispuesto a espetarle a un escritor, “¡menos lloriquear y más trabajar!”, y podemos suponer que lo de trabajar va en dos sentidos: el escritor es un gandul por querer dedicarse a escribir en vez de trabajar, que es lo que hace todo el mundo; y el escritor es un inepto, un fracasado, si protesta en vez de ponerse a escribir para ofrecernos una de esas obras fulgurantes que, con el tiempo, dignifican la existencia de los pueblos. Pero tampoco debe de ser sólo esto. Del libro viven los impresores, los editores, los distribuidores, los libreros, los diseñadores… Los autores, no. Tal vez debiéramos plantearnos de una vez la pregunta impertinente: Por qué. Y si sabemos que los autores no consiguen vivir de las ventas de sus libros, y nos importa que éstos puedan encerrarse a escribir y leer, escribir y leer, escribir y leer, que es su trabajo, por qué no tomamos las medidas necesarias para que lo puedan hacer. ¿Es imposible? ¿O se trata de una clamorosa falta de voluntad social y política, sazonada con la clásica indefensión del escritor individuo que bracea por el encrespado mar de su vida, en solitario, y a mucha honra?
Cada vez se hace más necesario el análisis de las verdaderas razones de que el dinero público vaya donde va. Normalmente se combinan el interés de la sociedad, o de una parte de esta, con los intereses de los políticos. Pero urge un análisis exhaustivo de cómo el factor “lo que le interesa financiar al político” influye en que el reparto sea menos interesante para el conjunto de la sociedad.
Es muy fácil de defender desde la política, ante la ciudadanía, que el dinero de esta se invierta en una televisión pública autonómica (como se diría en los anuncios) “nuestra”, “la de todos nosotros”. Todo esto soslayando que al político le interesa invertir el dinero de todos los ciudadanos en un medio de comunicación a través del cual –aparte de que se activen ciertos aspectos de la economía—, podrá contarle las cosas tal como a él le interesa.
Qué hace falta para poner en marcha una televisión: maquilladores, realizadores, infraestructuras, maquinaria, ejecutivos… Cuánto cuesta un ejecutivo, cuánto la maquinaria, cuánto es en total: al contribuyente le interesa, aquí está el dinero, el contribuyente lo pone.
Cuánto hace falta para que Roberto Bolaño, Karmelo C. Iribarren, Isaac de Vega, escriban sus libros. ¿Tiempo? ¿Que se puedan poner a ello? ¿Dinero para que se puedan poner a ello? Eso cuánto es, ¡tan poco! No hay.
Además, si son escritores de verdad lo harán de todos modos. ¿Que podrían hacer más?, no importa, nos conformamos con lo que nos den. De todos modos, es su problema, serán juzgados por lo que sean capaces de escribir (no nos van a venir con el cuento de que no pudieron hacer más porque tenían que dedicarse a otras cosas para su manutención y la de su familia, que no son más cultos o que no pudieron escribir obras más brillantes porque no tuvieron tiempo para leer y escribir). Y en cualquier caso, ¿por qué no escriben cosas que se vendan? Si lo que escriben no le interesa a la (suficiente) gente como para que puedan vivir de las ventas de sus libros, qué quieren. ¡Más trabajo y menos lloriqueo!
He oído comentar muchas veces que el escritor debe ser libre, independiente, dando por sentado que cualquier aportación pública que recibiese por realizar su trabajo lo convierte en todo lo contrario. ¿Hablamos de libertad, de independencia, o estamos confundiendo estas con liberalismo económico, con explotación, con indefensión e intemperie a la hora de realizar lo que “es” el trabajo de los escritores?
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El ochenta o noventa por ciento de los actos públicos en los que participan los escritores son gratis, no sólo para el público, también para las instituciones y organismos que los fomentan, al menos en lo que respecta a la intervención de los escritores, que a saber por qué razones participan: ¿por vanidad?, ¿por generosidad?, ¿porque han sacado un libro (aunque las ventas que se pueda obtener de éste en ese acto o gracias a la organización de ese acto no reviertan, en absoluto, en la manutención del escritor; las cosas como son)?
Los pocos autores que pueden subsistir por –o gracias a— lo que escriben, son precisamente aquellos poquitos invitados constantemente a realizar actos públicos remunerados (bolos). Pero no parece que las instituciones públicas tengan la menor voluntad de potenciar esa industria, imprescindible para la subsistencia de cada vez más escritores y, por lo tanto, indispensable para que estos desarrollen su actividad intelectual y creativa. Tal vez (del mismo modo que se potencia la creación musical promoviendo la existencia de conciertos desde todo tipo de instituciones públicas) los escritores deberían de exigir que se potencie un circuito estable en el que los escritores difundan su obra y sus conocimientos… cobrando. Esto sí supondría un avance significativo en las condiciones de vida de muchos escritores. También sería un avance significativo en materia de cultura.
Otro de los frentes posibles, en nuestro deseo de una mejor vida para los escritores, es la necesidad de crear becas o ayudas a la creación. Curiosamente, sí consideramos merecedor de una ayuda económica al guionista de cine (que puede presentar proyectos de escritura a diferentes administraciones y, consecuentemente, sacar adelante la escritura de su guión cinematográfico al margen de lo que luego éste pueda valer o no en el mercado, incluso al margen de si éste llega o no a convertirse en película), pero no consideramos merecedor de un trato similar a los escritores. Acaso consideremos más “profesional” al guionista que al escritor; aunque habría que plantearse, en este caso, a qué llamamos “profesionalidad”. ¿O es que consideramos indispensable la escritura de guiones para que se realicen buenas películas y se potencie una actividad que es industrial, pero no nos resulta indispensable respaldar la escritura de buenos libros porque los escritores ya hacen el esfuerzo de todos modos y la industria editorial no parece necesitar del apoyo a los escritores para su desarrollo?
No parece que fuera tan complicado habilitar becas de escritura para que los autores que quisieran y lo necesitasen pudieran encerrarse con su trabajo; o disponer una pensión de escritura a la que pudieran acogerse todos aquellos autores que prefirieran dejar “su empleo” por un tiempo para encerrarse con “su trabajo”, leer y escribir.
Sin duda habría muchos escritores que, al menos en algún momento de sus vidas, preferirían ganar menos y poder dedicarse a lo que seguro entienden como su verdadera razón de ser; pero es que hay otros tantos que se acogerían a esa pensión de autor –por ridícula que fuera— toda su vida, pues para muchos escritores resulta más satisfactorio sobrevivir escribiendo que obtener un buen sueldo relegando la escritura a un segundo plano. Más de un “escritor de verdad” se acogería, si pudiese, a la pensión que pudiera recibir un discapacitado, o una persona con un problema mental (¡sí, estoy loco de escritura, no puedo tomar un empleo!), para poder dedicarse a escribir.
Claro que enseguida habrá quien objete que sería muy difícil juzgar quiénes deberían ser los “autores verdaderos” merecedores de una beca de escritura o pensión de autor. Acaso no se tenga en cuenta que el Estado realiza todos los días complejas evaluaciones a personas que deberán dedicarse a esto o lo otro –incluso algunos con oficios muy similares al de los escritores—, o que serán merecedoras de todo tipo de prestaciones según su formación, su economía personal y situación familiar, y que las bases por las que todo ello se regula son actualizadas por la administración año a año, etc.
También habrá quien argumente –ante la solicitud de atención económica pública para quienes producen buenas obras literarias— que los escritores deben ser seres libres, independientes de cualquier dinero público (otra vez este argumento). A ninguno de los que así piensa se le ocurrirá, sin embargo, colegir que cualquier cineasta –que recibe dinero público de TVE, ICAA (Ministerio de Cultura), y un larguísimo etcétera de instituciones autonómicas, nacionales, europeas e iberoamericanas, para la realización de sus películas—, sea un autor dependiente, no libre, y su obra se encuentre plegada a los designios e intereses del poder establecido.
Y sin embargo, por alguna razón, pensamos que los libros de los escritores serían distintos (dependientes) si fuera el estado quien les dotara, por medio de cualquier plan, de lo necesario para ponerse a escribir.
Este argumento de la necesaria independencia del escritor tiene su miga. No nos parece adepto al poder, o domesticado, el autor que recibe el Premio Cervantes o el Nacional de Narrativa, aunque se trate de dinero público, al fin y al cabo. Tampoco nos parecen adeptos al poder, dependientes, los escritores que continuamente, por su obra y su buen saber hacer, son reclamados para impartir conferencias y todo tipo de eventos remunerados, casi siempre, con dinero público. Pero en cuanto sale el tema de la financiación pública para la creación literaria irrumpe el concepto de escritor puro, independiente y auto manifiestamente libre que se apresura a declarar “aparta de mí este cáliz”.
Tal vez debiéramos preguntarnos de qué libertad, de qué independencia estamos hablando. ¿Una libertad y una independencia en la que los escritores no pueden hacer su trabajo (mientras el amigo locutor de radio, el agricultor, el músico y el director de cine, sí)?
De qué independencia hablaríamos. ¿Una en la que los escritores tienen que trabajar en otra cosa y escribir por la noche, en los fines de semana, los días de fiesta, en vacaciones? ¿O una en la que el escritor, si se pone a ello caiga quien caiga, quien cae primero es él mismo, y, si acaso su obra merece la pena, cuando la sociedad se dé cuenta del sacrificio que ha hecho ya lo cubrirá de honores, aunque sea después de muerto)?
De qué dignidad tan gallarda hablan quienes dicen que lo mejor es ser libres, independientes, no depender de la limosna del político (esa “limosna” que llueve como agua de mayo sobre quienes se han apuntado a fabricar energía con molinos de viento, los ganaderos y las mismísimas entidades financieras). ¿O acaso hablamos de una libertad que considera el sumun del éxito profesional escribir en periódicos y revistas artículos al servicio de un partido político o de otro (cuántas veces el interés de los políticos de por medio).
Como ya hemos apuntado, se da la absurda paradoja de que del libro viven todos: impresores, libreros, editores, distribuidores, traductores… Menos los autores. Qué clase de dignidad torera nos asiste cuando esgrimimos nuestra supuesta libertad e independencia para escribir lo que queramos, si aceptamos tácitamente este injusto “tanto vendes tanto vales”, que hace que editores, distribuidores y libreros traten con cierta condescendencia a la inmensa mayoría de los autores, pues cómo sino como pobres diablos pueden ver a quienes contribuyen con tanto esfuerzo y sacrificio personal e intelectual al negocio que ellos hacen; y a cambio, tan sólo, de dígame usted esa vanidad del escritor.
Los escritores mismos reprimimos cualquier manifestación de victimismo. Pero cómo no van a producirse manifestaciones de victimismo entre nosotros si con nuestra ausencia de “activismo” lo único que conseguimos es que la sociedad toda mantenga ante nosotros una actitud culpable por el trato que nos dispensa.
¿Y de verdad cree alguno que alguien se va a poner a leerle en serio sin que esa culpabilidad (provocada por la falta de consideración social) desaparezca, por muchas campañas de fomento de la lectura que los gobiernos realicen?
Hace unos días, a un buen amigo escritor (a uno de esos que se toman su trabajo en serio), le hicieron una pregunta: “Y tú qué haces, a qué te dedicas”. “Yo no hago nada, soy escritor: estoy en mi casa”, respondió. Su respuesta no me sorprendió en absoluto. Esa es siempre una pregunta incómoda. Muchos escritores no pueden menos que decir de sí mismos lo que todos parecen pensar de ellos, para qué gastar energías con explicaciones...
[El artículo continúa]*
* Artículo de Nicolás Melini
Ricardo soy Leire lla nilla que conociste en el artea. Te compre el libro que se titula El patio Ingles
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