... La vesánica ocurrencia es esta: yo tengo más talento que Javier Marías; digamos que dos o tres veces más.
Como saben los que me siguen, pocas cosas me obsesionan con tanto infantilismo como el estatus, o dicho a la pata la llana, quiénes son tus padres. No es infrecuente que, cuando alguien lleva a cabo una proeza de algún tipo, ya sea artística, deportiva o empresarial, mi admiración primera por esa persona baje muchos enteros si acabo por saber que, como pintor genial, tenía un padre también pintor, y no malo, como tenista destacado, tenía un padre entrenador de tenis, y como empresario deslumbrante, ostentaba un abolengo de empresarios invictos y avezados.
La ocasión en la que se me ocurrió el disparate que encabeza este post tiene que ver con Derrida, al que no he leído. Al parecer, fueron sus ideas las que hicieron a las universidades americanas privilegiar a una poeta lesbiana de Zimbabue por delante de Faulkner, prelación sostenida por el hecho de que las coordenadas donde se inscribe la poeta antedicha sugerían una obra final que, siendo o no mejor que la de Faulkner, sería desde luego distinta, hablaría de cosas de las que Faulkner no hubiera sido capaz y, sobre todo, desde un lugar al que ni Faulkner ni ningún otro genio blanco occidental (heterosexual) podría aportar nada.
Esta herramienta de criba, sistema de selección, modo de leer la literatura, me ha parecido siempre demencial, pero le debo, como apunto, la ocurrencia de pensar esto: no medir a un artista por el punto al que ha llegado, sino por el punto de partida.
No me cabe duda de que la situación de Javier Marías no carece de sinsabores, siendo el más localizable de ellos el de la sospecha continuada que se les aplica a los hijos de (lo han tenido fácil, a huevo) y el más freudiano de los mismos, el de que han de intentar constantemente superar a sus padres para acallar la maledicencia (de gente como yo, por ejemplo).
Sin embargo, de lo que no tengo dudas es de la situación en la que yo he estado, estoy, estaré, y tantos otros, muchos más, de los que, como es mi caso, han tenido la retorcida idea de pensar que podían escribir libros, hacer películas, cantar o pintar sin que en su familia hubiera precedentes ni guías, ni, muchas veces, libros siquiera.
Bautizo como "conocimiento activo", lógicamente enfrentado a otro "pasivo", a todo el saber al que uno ha llegado por sus propios medios. En mi caso, y en el de tantos otros, muchos más, ese "conocimiento activo" es la totalidad de mi conocimiento.
Esto quiere decir que yo nunca he localizado en mi memoria un dato cultural que supiera sin saber que lo sabía, y mucho menos sin saber que muchos otros, tantos, no lo sabían. En un ejemplo sencillo: una amiga mía habla de Heiner Müller con soltura, como quien nombra al presidente del gobierno o a Belén Esteban, en la creencia de que ese autor teatral es de sobra conocido por todos. No lo es. Pero, en este ejemplo concreto, sucede que mi amiga tiene un padre director de escena, que durante la infancia de ella organizaba ciclos completos de Müller en salas de centros culturales. Me imagino el cuadro: papá llega del trabajo y, durante la cena, habla de Heiner Müller, de sus obras, de los problemas que ha tenido con un actor y de asuntos semejantes. La niña, sin darse cuenta, acaba sabiendo algo tan simple como Heiner Müller=Teatro, del mismo modo que todos, y ella también, supimos en las cenas Mayra Gómez Kemp=Un dos tres, o Danone=Yogurt.
Sí, ya veo rugir comentarios anónimos despectivos contra mi padre. Los aprobaré, no se asusten.
El caso es que, en su artículo, que no lo dije, Javier Marías va y afirma que todos los artistas parten del mismo punto, que es cero, no como los herederos, dice Marías, de empresas o zapaterías, que, claro, tienen esa empresa, esa zapatería desde la que ser fácilmente empresarios y vendedores de zapatos.
Pues no.
La diferencia, las diferencias, que se me ocurren entre la situación de Javier Marías y la del que esto escribe son muchísimas. Muchas más de las que, probablemente, Javier Marías podría siquiera imaginarse.
Al conocimiento pasivo del que él ha disfrutado, y que le permitiría, supongo, saber quién es, y en detalle, Ortega y Gasset desde sus siete años (de Marías) hay que unir otro elemento, casi escénico, del que he tenido conocimiento, como quien dice, también hace poco.
Un ejemplo. Me reúno, a veces, con un señor que hace películas, que escribe guiones pero que, de vez en cuando, dirige películas. Tomamos café y hablamos y todo parece desarrollarse de un modo natural entre dos personas con cierta afinidad cultural y creativa. Sin embargo, en un momento dado, algo en mi interior (perdón por el cliché) da una campanada y de pronto se me encabritan los nervios al pensar: estoy con alguien que dirige películas. Tal cual.
Estoy con alguien que dirige películas. Estoy con alguien que escribe novelas. Estoy con alguien que dirige un periódico. Estoy con un ministro. Estoy con Enrique Vila-Matas tomando café. Estoy con ellos.
¿Quiénes son ellos? Ellos son los que uno siempre ha visto lejos, detrás de pantallas fantasmáticas, pantallas de televisión, páginas de periódicos y revistas, solapas de libros, títulos de crédito... Ellos, gente que hace las grandes cosas, que tomas las grandes decisiones, que vive en el cogollito motor de un país, de una cultura, de la Historia.
Aquí es cuando un comentarista dirá: ¡complejo!, ¡acomplejado!, etc. Lo aprobaré, no hay problema.
Es este elemento el que me permite tildar de pura demagogia, por ejemplo, el artículo de Amador Fernández-Savater sobre esa cena con la ministra y Álex de la Iglesia y otras personalidades rutilantes de nuestra cultura. Es obvio que siendo hijo (con todos mis respetos, Amador, si lees esto) de un filósofo de gran prestigio, fama y trayectoria, Amador habrá tenido más de una ocasión de ver pasar por su casa y su monopatín a ministros, premios Nobeles, cineastas y mentes preclaras de todo tipo y condición. En su artículo da a entender a la gente que él también es gente (me acordaba de la canción de Calle 13, cuando dice: "yo no soy calle, pero mira, tú tampoco eres calle") y que eso de cenar con una ministra es una situación como nunca antes había conocido, aterradora, incómoda, fatal.
Su artículo se titulaba La cena del miedo, pero estoy seguro de que Amador no sabe realmente lo que es tener miedo de la presencia social de otros, de lo que es no poder ser lo que quieres ser porque nadie a tu alrededor lo es, y los que lo son no pasan por tu casa; de lo que es pensar: quién soy yo para escribir un libro.
También pienso a menudo, dentro de este contexto, en Jonás Trueba (un saludo, Jonás), director de cine que, cuando no sabía ni lo que era un plano secuencia (lo imagino sabiéndolo sin saberlo a los 10 años) veía en el vhs de su casa películas de José Luis Boráu (en un poner) con José Luis Boráu al lado (iba a poner: al lau), comprendiendo así que los directores de películas son gente que, de vez en cuando, también acuden al cuarto de baño, así que no hay que tenerles miedo.
Un comentarista podrá decir: paleto, medroso, pringao. Se agradece.
Porque vamos a la siguiente, y casi última, vuelta del camino de esta tesis. Hablo del "clasismo cultural". Me adjudico la etiqueta, el concepto, mientras un lector no me demuestre lo contrario, vamos, que alguien lo dijo antes que yo.
El clasismo, como sabemos, es el desprecio por las personas que, por nacimiento, tienen menos dinero que tú, menos educación y menos contactos sociales de altura. Al parecer, todos entendemos como objetable el "clasismo", ese desprecio a la criada, al camarero o al simple señor que no pudo hacer nada más para ganarse la vida que barrer la calle o limpiar zapatos.
Sin embargo, se lleva mucho, y con cierta impunidad, el clasismo cultural. Un ejemplo: Javier Marías, en alguna de sus novelas, ataca con fiereza a los españoles que hablan inglés chapuceramente, hablantes mediocres de otro idioma que localiza con facilidad, afirma en el libro, porque recurren incesantemente a la coletilla: you know? (disculpa mi pronunciación, Javier).
Entiende uno que Marías, cuyo padre dio clases en Estados Unidos (vivían en la misma casa que ocupó, años atrás, Vladimir Nabokov: conocimiento pasivo Nabokov=Literatura), no tuvo excesivos problemas para acceder a una formación idiomática esmerada, y que, aunque lo sepa, no es capaz de comprender que otras personas no recibieron llovida del cielo la competencia lingüística de la que él presume.
"Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste", El Gran Gatsby.
Como muestra de flagelación pública, hablemos de "clasismo inverso". Defino clasismo inverso a aquel que practicamos algunas personas con otras de clase social superior, movidos por el prejuicio (complejo vuelto contra sí mismo) y las ganas de tocar las narices. Así las cosas, acuñemos rápidamente (copyright) el término "clasismo cultural inverso", que se define como el desprecio por la ignorancia de los que no tienen excusa para ser ignorantes, como es el caso de esos directores de cine español que no saben quién es Kim Ki-Duk y lo afirman alegremente, o esos escritores reconocidos que ni se han molestado en leer a más de dos o tres comtemporáneos suyos.
Cierro afirmando que he leído todo lo que ha escrito Javier Marías, y que le tengo por uno de los mejores escritores españoles de los últimos treinta años; que he visto Vete de mí, de Jonás Trueba, y que me encantó; que uno de los libros que edita Amador en Acuarela ha sido muy importante para la novela que terminé en noviembre, y que además lo cito por extenso en mi texto (existe el derecho de cita, pero con Acuarela hay barra libre copyleft); pero que hay días, como he titulado y he dicho varias veces en este post tan cándido, que pienso en mí, pienso en el talento, pienso en lo difícil que es que el talento sortee los obstáculos sucesivos que buscan malbaratarlo, pienso en que mi talento ha tenido que sobrepasar muchísimos más obstáculos para hacer novelas muchísimo peores que las de Javier Marías de los que ha tenido que sobrepasar el talento de Javier Marías, y concluyo que, así a ojo, mi talento ha tenido que ser el doble o el triple que el de Javier Marías, y que si he llegado hasta aquí he llegado lo más lejos que he podido y que me han dejado, aunque sepa que así, justamente así, no se va a escribir la Historia. al que ni Faulkner ni ningún otro genio blanco occidental (heterosexual) podría aportar nada.
Como saben los que me siguen, pocas cosas me obsesionan con tanto infantilismo como el estatus, o dicho a la pata la llana, quiénes son tus padres. No es infrecuente que, cuando alguien lleva a cabo una proeza de algún tipo, ya sea artística, deportiva o empresarial, mi admiración primera por esa persona baje muchos enteros si acabo por saber que, como pintor genial, tenía un padre también pintor, y no malo, como tenista destacado, tenía un padre entrenador de tenis, y como empresario deslumbrante, ostentaba un abolengo de empresarios invictos y avezados.
La ocasión en la que se me ocurrió el disparate que encabeza este post tiene que ver con Derrida, al que no he leído. Al parecer, fueron sus ideas las que hicieron a las universidades americanas privilegiar a una poeta lesbiana de Zimbabue por delante de Faulkner, prelación sostenida por el hecho de que las coordenadas donde se inscribe la poeta antedicha sugerían una obra final que, siendo o no mejor que la de Faulkner, sería desde luego distinta, hablaría de cosas de las que Faulkner no hubiera sido capaz y, sobre todo, desde un lugar al que ni Faulkner ni ningún otro genio blanco occidental (heterosexual) podría aportar nada.
Esta herramienta de criba, sistema de selección, modo de leer la literatura, me ha parecido siempre demencial, pero le debo, como apunto, la ocurrencia de pensar esto: no medir a un artista por el punto al que ha llegado, sino por el punto de partida.
No me cabe duda de que la situación de Javier Marías no carece de sinsabores, siendo el más localizable de ellos el de la sospecha continuada que se les aplica a los hijos de (lo han tenido fácil, a huevo) y el más freudiano de los mismos, el de que han de intentar constantemente superar a sus padres para acallar la maledicencia (de gente como yo, por ejemplo).
Sin embargo, de lo que no tengo dudas es de la situación en la que yo he estado, estoy, estaré, y tantos otros, muchos más, de los que, como es mi caso, han tenido la retorcida idea de pensar que podían escribir libros, hacer películas, cantar o pintar sin que en su familia hubiera precedentes ni guías, ni, muchas veces, libros siquiera.
Bautizo como "conocimiento activo", lógicamente enfrentado a otro "pasivo", a todo el saber al que uno ha llegado por sus propios medios. En mi caso, y en el de tantos otros, muchos más, ese "conocimiento activo" es la totalidad de mi conocimiento.
Esto quiere decir que yo nunca he localizado en mi memoria un dato cultural que supiera sin saber que lo sabía, y mucho menos sin saber que muchos otros, tantos, no lo sabían. En un ejemplo sencillo: una amiga mía habla de Heiner Müller con soltura, como quien nombra al presidente del gobierno o a Belén Esteban, en la creencia de que ese autor teatral es de sobra conocido por todos. No lo es. Pero, en este ejemplo concreto, sucede que mi amiga tiene un padre director de escena, que durante la infancia de ella organizaba ciclos completos de Müller en salas de centros culturales. Me imagino el cuadro: papá llega del trabajo y, durante la cena, habla de Heiner Müller, de sus obras, de los problemas que ha tenido con un actor y de asuntos semejantes. La niña, sin darse cuenta, acaba sabiendo algo tan simple como Heiner Müller=Teatro, del mismo modo que todos, y ella también, supimos en las cenas Mayra Gómez Kemp=Un dos tres, o Danone=Yogurt.
Sí, ya veo rugir comentarios anónimos despectivos contra mi padre. Los aprobaré, no se asusten.
El caso es que, en su artículo, que no lo dije, Javier Marías va y afirma que todos los artistas parten del mismo punto, que es cero, no como los herederos, dice Marías, de empresas o zapaterías, que, claro, tienen esa empresa, esa zapatería desde la que ser fácilmente empresarios y vendedores de zapatos.
Pues no.
La diferencia, las diferencias, que se me ocurren entre la situación de Javier Marías y la del que esto escribe son muchísimas. Muchas más de las que, probablemente, Javier Marías podría siquiera imaginarse.
Al conocimiento pasivo del que él ha disfrutado, y que le permitiría, supongo, saber quién es, y en detalle, Ortega y Gasset desde sus siete años (de Marías) hay que unir otro elemento, casi escénico, del que he tenido conocimiento, como quien dice, también hace poco.
Un ejemplo. Me reúno, a veces, con un señor que hace películas, que escribe guiones pero que, de vez en cuando, dirige películas. Tomamos café y hablamos y todo parece desarrollarse de un modo natural entre dos personas con cierta afinidad cultural y creativa. Sin embargo, en un momento dado, algo en mi interior (perdón por el cliché) da una campanada y de pronto se me encabritan los nervios al pensar: estoy con alguien que dirige películas. Tal cual.
Estoy con alguien que dirige películas. Estoy con alguien que escribe novelas. Estoy con alguien que dirige un periódico. Estoy con un ministro. Estoy con Enrique Vila-Matas tomando café. Estoy con ellos.
¿Quiénes son ellos? Ellos son los que uno siempre ha visto lejos, detrás de pantallas fantasmáticas, pantallas de televisión, páginas de periódicos y revistas, solapas de libros, títulos de crédito... Ellos, gente que hace las grandes cosas, que tomas las grandes decisiones, que vive en el cogollito motor de un país, de una cultura, de la Historia.
Aquí es cuando un comentarista dirá: ¡complejo!, ¡acomplejado!, etc. Lo aprobaré, no hay problema.
Es este elemento el que me permite tildar de pura demagogia, por ejemplo, el artículo de Amador Fernández-Savater sobre esa cena con la ministra y Álex de la Iglesia y otras personalidades rutilantes de nuestra cultura. Es obvio que siendo hijo (con todos mis respetos, Amador, si lees esto) de un filósofo de gran prestigio, fama y trayectoria, Amador habrá tenido más de una ocasión de ver pasar por su casa y su monopatín a ministros, premios Nobeles, cineastas y mentes preclaras de todo tipo y condición. En su artículo da a entender a la gente que él también es gente (me acordaba de la canción de Calle 13, cuando dice: "yo no soy calle, pero mira, tú tampoco eres calle") y que eso de cenar con una ministra es una situación como nunca antes había conocido, aterradora, incómoda, fatal.
Su artículo se titulaba La cena del miedo, pero estoy seguro de que Amador no sabe realmente lo que es tener miedo de la presencia social de otros, de lo que es no poder ser lo que quieres ser porque nadie a tu alrededor lo es, y los que lo son no pasan por tu casa; de lo que es pensar: quién soy yo para escribir un libro.
También pienso a menudo, dentro de este contexto, en Jonás Trueba (un saludo, Jonás), director de cine que, cuando no sabía ni lo que era un plano secuencia (lo imagino sabiéndolo sin saberlo a los 10 años) veía en el vhs de su casa películas de José Luis Boráu (en un poner) con José Luis Boráu al lado (iba a poner: al lau), comprendiendo así que los directores de películas son gente que, de vez en cuando, también acuden al cuarto de baño, así que no hay que tenerles miedo.
Un comentarista podrá decir: paleto, medroso, pringao. Se agradece.
Porque vamos a la siguiente, y casi última, vuelta del camino de esta tesis. Hablo del "clasismo cultural". Me adjudico la etiqueta, el concepto, mientras un lector no me demuestre lo contrario, vamos, que alguien lo dijo antes que yo.
El clasismo, como sabemos, es el desprecio por las personas que, por nacimiento, tienen menos dinero que tú, menos educación y menos contactos sociales de altura. Al parecer, todos entendemos como objetable el "clasismo", ese desprecio a la criada, al camarero o al simple señor que no pudo hacer nada más para ganarse la vida que barrer la calle o limpiar zapatos.
Sin embargo, se lleva mucho, y con cierta impunidad, el clasismo cultural. Un ejemplo: Javier Marías, en alguna de sus novelas, ataca con fiereza a los españoles que hablan inglés chapuceramente, hablantes mediocres de otro idioma que localiza con facilidad, afirma en el libro, porque recurren incesantemente a la coletilla: you know? (disculpa mi pronunciación, Javier).
Entiende uno que Marías, cuyo padre dio clases en Estados Unidos (vivían en la misma casa que ocupó, años atrás, Vladimir Nabokov: conocimiento pasivo Nabokov=Literatura), no tuvo excesivos problemas para acceder a una formación idiomática esmerada, y que, aunque lo sepa, no es capaz de comprender que otras personas no recibieron llovida del cielo la competencia lingüística de la que él presume.
"Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste", El Gran Gatsby.
Como muestra de flagelación pública, hablemos de "clasismo inverso". Defino clasismo inverso a aquel que practicamos algunas personas con otras de clase social superior, movidos por el prejuicio (complejo vuelto contra sí mismo) y las ganas de tocar las narices. Así las cosas, acuñemos rápidamente (copyright) el término "clasismo cultural inverso", que se define como el desprecio por la ignorancia de los que no tienen excusa para ser ignorantes, como es el caso de esos directores de cine español que no saben quién es Kim Ki-Duk y lo afirman alegremente, o esos escritores reconocidos que ni se han molestado en leer a más de dos o tres comtemporáneos suyos.
Cierro afirmando que he leído todo lo que ha escrito Javier Marías, y que le tengo por uno de los mejores escritores españoles de los últimos treinta años; que he visto Vete de mí, de Jonás Trueba, y que me encantó; que uno de los libros que edita Amador en Acuarela ha sido muy importante para la novela que terminé en noviembre, y que además lo cito por extenso en mi texto (existe el derecho de cita, pero con Acuarela hay barra libre copyleft); pero que hay días, como he titulado y he dicho varias veces en este post tan cándido, que pienso en mí, pienso en el talento, pienso en lo difícil que es que el talento sortee los obstáculos sucesivos que buscan malbaratarlo, pienso en que mi talento ha tenido que sobrepasar muchísimos más obstáculos para hacer novelas muchísimo peores que las de Javier Marías de los que ha tenido que sobrepasar el talento de Javier Marías, y concluyo que, así a ojo, mi talento ha tenido que ser el doble o el triple que el de Javier Marías, y que si he llegado hasta aquí he llegado lo más lejos que he podido y que me han dejado, aunque sepa que así, justamente así, no se va a escribir la Historia. al que ni Faulkner ni ningún otro genio blanco occidental (heterosexual) podría aportar nada.
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