Todos pasamos por crisis existenciales. Por eso me he comprado una mountain-bike. Es gris y azul, marca desconocida, por lo menos para mí. Ignoro si me pondré en forma, pero ya me han quitado un riñón y parte del otro. Como cualquiera puede comprender, no la he adquirido por gusto. Ni por moda. La he comprado porque estoy pasando una crisis. Nadie, si no, sería tan absurdo. Con lo bien que se va en coche. Hasta en servicio público.
Pero estoy pasando unos momentos que todos los manuales comentan, una crisis en la que los trabajos se cambian, los amigos se dejan, las familias se rompen. Los psicólogos conocen la causas. Yo soy consciente de las mías. Se me acaban las oportunidades. Todo el mundo se preguntará: ¿oportunidades de qué? No estoy seguro. Oportunidades de pasar las tardes elucubrando sobre el futuro, de mirar el culo de las tías con aire de propiedad, de tirarme en el suelo y ver películas de Truffaut hasta la madrugada. Quizá, la simple sensación de que todavía podría si quisiera, que no quiero, por supuesto.
Es una crisis maldita por la que todo el mundo sabe que pasará en algún momento, y, además, de un día para otro. ¿Qué cómo? Fácil. Cuando ves que te empiezan a crecer los pelos en las orejas. Cuando notas que ya no puedes agacharte sin peligro de quedarte clavado y gemir ¡Ay Dios mío!
Por eso decidí comprarme la bicicleta. Me vi viejo, calvo, gordo, inelástico, achacoso, desorientado ante uno de esos cacharros electrónicos que cualquier crío desmenuza con los ojos cerrados. Y, sobre todo, me vi agonizante en un sillón mientras contemplaba la 25 edición de los horteras de Gran Hermano.
Había que tomar decisiones drásticas –visibles– que no me permitieran dar marcha atrás. Me armé de valor y me acerqué a la tienda de bicis. Había decenas: de carreras, de monte, de paseo. Con luz, sin luz, con cesta, sin cesta. Con asiento para el bebé, para la abuela. De muchas marcas y colores. Ni qué decir tiene que había pasado por esa tienda meses enteros sin ni siquiera pararme a mirar el escaparate. Era un comercio que me sobraba en mi rutina diaria. Yo había andado en bicicleta con siete, con diez, con doce años. Después mis aspiraciones subieron de escalón hacia la moto y, poco más tarde, hacia el automóvil.
Es más, cuando veía a algunos carrozas disfrazados de Contadores de tercera –casco, gafas, pulsómetro, maillot amarillo, zapatillas–, me compadecía de ellos, pobres diablos deseosos del elixir de la juventud, y les deseaba una buenas agujetas, por no decir algo peor.
En la actualidad me he transformado en uno de ellos. Sin darme cuenta, como atrapado por un miedo atroz al envejecimiento prematuro, a la artrosis degenerativa, al alzheimer definitivo, he adquirido el artilugio maldito.
Hacía años que no montaba en un trasto como éste. Ha sido tremendo. Está siendo terrible. El sillín –enano, estrecho, incómodo, altivo– se me clava en mis mullidas posaderas provocando que las almorranas estallen en alegre sinfonía. Además, la ciudad se ha transformado en una constante cuesta que paraliza mis abductores a pesar de los ochocientos piñones y los cuatrocientos platos con los que está equipada. Sin contar con los carriles para bicis, trampas mortales que te dejan descolocado al borde del vacío y de la nada.
Estoy viviendo una segunda juventud. He empezado a tomar vitaminas para poder soportar la bicicleta. Ignoro si este es el proceso de todo cuarentón. Por supuesto, no he hecho un buen negocio. Estoy agotado y he dejado de rendir en mi trabajo. Ya no escribo. ¿A dónde me conducirá tanto esfuerzo?
Había que tomar decisiones drásticas –visibles– que no me permitieran dar marcha atrás. Me armé de valor y me acerqué a la tienda de bicis. Había decenas: de carreras, de monte, de paseo. Con luz, sin luz, con cesta, sin cesta. Con asiento para el bebé, para la abuela. De muchas marcas y colores. Ni qué decir tiene que había pasado por esa tienda meses enteros sin ni siquiera pararme a mirar el escaparate. Era un comercio que me sobraba en mi rutina diaria. Yo había andado en bicicleta con siete, con diez, con doce años. Después mis aspiraciones subieron de escalón hacia la moto y, poco más tarde, hacia el automóvil.
Es más, cuando veía a algunos carrozas disfrazados de Contadores de tercera –casco, gafas, pulsómetro, maillot amarillo, zapatillas–, me compadecía de ellos, pobres diablos deseosos del elixir de la juventud, y les deseaba una buenas agujetas, por no decir algo peor.
En la actualidad me he transformado en uno de ellos. Sin darme cuenta, como atrapado por un miedo atroz al envejecimiento prematuro, a la artrosis degenerativa, al alzheimer definitivo, he adquirido el artilugio maldito.
Hacía años que no montaba en un trasto como éste. Ha sido tremendo. Está siendo terrible. El sillín –enano, estrecho, incómodo, altivo– se me clava en mis mullidas posaderas provocando que las almorranas estallen en alegre sinfonía. Además, la ciudad se ha transformado en una constante cuesta que paraliza mis abductores a pesar de los ochocientos piñones y los cuatrocientos platos con los que está equipada. Sin contar con los carriles para bicis, trampas mortales que te dejan descolocado al borde del vacío y de la nada.
Estoy viviendo una segunda juventud. He empezado a tomar vitaminas para poder soportar la bicicleta. Ignoro si este es el proceso de todo cuarentón. Por supuesto, no he hecho un buen negocio. Estoy agotado y he dejado de rendir en mi trabajo. Ya no escribo. ¿A dónde me conducirá tanto esfuerzo?
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